sábado, 14 de marzo de 2009

J. R. R. Tolkien y el catolicismo: Un acercamiento a la gran obra del católico Tolkien, "El Señor de los Anillos".

por el R. P. José Miguel Marqués Campo





Introducción




"Elen síla lúmenn' omentielvo"

"¡Una estrella brilla sobre la hora de nuestro encuentro!"


Ésta es la salutación de los Elfos en la Tierra Media de J.R.R. Tolkien, expresión de agradecimiento y señal de venturosa alegría, en medio de la nostalgia… Así he querido comenzar mi exposición acerca de las profundísimas influencias de la fe católica, vividas plena y coherentemente, por un gran hombre de cultura, a quien conviene mucho dar a conocer, y asimismo esas mismas influencias católicas en su obra maestra literaria: El Señor de los Anillos. He querido titular esta exposición El Catolicismo en Tolkien y en El Señor de los Anillos: Una aproximación con afecto, pues lo he concebido como un acercamiento, con todo el afecto del corazón, a la vida de un gran intelectual y gran creyente, cuyas manifestaciones de extraordinaria habilidad imaginativa y creativa, se funden con su exquisita habilidad lingüística y narrativa, en una historia con maravillosos destellos del Evangelio.
Cuando John Ronald Reuel Tolkien tenía 77 años de edad, en 1969, mientras disfrutaba de su más que merecida jubilación en un tranquilo y apacible retiro en la localidad costera de Bournemouth, Inglaterra, un buen día recibió una carta —de tantas que había recibido de todos los rincones del mundo desde que escribiera El Señor de los Anillos— de Camilla Unwin, la hija de su editor. Es que la joven Unwin, como parte de su trabajo escolar, le había escrito para hacerle una sencilla pregunta: “¿Cuál es el propósito de la vida?”
Preguntar semejante cuestión a un hombre como Tolkien, profundamente católico, sencillo, sensible, profundamente contemplativo desde niño, que había sido esmeradamente educado por sus padres, especialmente por su muy querida madre, Mabel Tolkien, quien se había convertido por firme convicción al catolicismo en la Inglaterra de 1900 —hazaña notable en aquel entonces en aquel lugar— a un hombre que había quedado huérfano a los doce años de edad, junto con su hermano pequeño, Hilary, dos años menos que él, que había sido criado con la ayuda, cariño y dedicación inestimables de un benemérito sacerdote de origen anglo-español, el P. Francis Morgan, a un hombre profundamente enamorado de su esposa, Edith Mary Bratt, con quien tuvo tres hijos varones, †John, †Michael y Christopher, y una hija, Priscila, buen padre de familia cristiana, cuyo primogénito —†Father John— el Señor llamó al sacerdocio, a un hombre que había sufrido personalmente los horrores imborrables de las trincheras de la Primera Guerra Mundial, y luego los horrores de la Segunda, a un hombre sobremanera reflexivo y detallista, de distinguida cátedra de lengua y literatura inglesa en la Universidad de Oxford…, en fin, preguntarle cuál es el propósito de la vida, era de esperar que su respuesta, si bien no tan larga como su obra maestra épica, El Señor de los Anillos, sí fuera, no obstante, ¡de gran envergadura!
Gracias a Dios, se conservan muchas cartas personales de Tolkien que se han recogido en un libro publicado por Humphrey Carpenter y Christopher Tolkien, editor póstumo y albacea del Estado de su padre. Lo publica la Editorial Minotauro de Barcelona.
En una de estas cartas (Cartas nº 310), el profesor Tolkien le respondió larga y tendidamente a la jovencita Unwin. Desafortunadamente, es una carta demasiada larga para reproducir ahora in extenso, pero sí me permito resaltar lo que a mi parecer, son algunos de los puntos clave de su respuesta:

20 de mayo de 1969 Estimada Srta. Unwin:
Lamento que mi respuesta se haya demorado tanto. Espero que llegue a tiempo. ¡Qué pregunta tan amplia! No creo que las “opiniones”, no importa de quién, resulten muy útiles sin alguna explicación de cómo se ha llegado a ellas; pero acerca de esta cuestión no es fácil ser breve.
¿Qué significa realmente la pregunta? Tanto propósito como vida necesitan alguna definición. ¿Es una pregunta puramente humana y moral? ¿O se refiere al Universo? Podría significar: ¿Cómo debería utilizar el tiempo de vida que se me ha concedido?
O: ¿A qué propósito/designio sirven las criaturas vivientes por el hecho de estar vivas? Pero la primera pregunta encontrará respuesta (si la encuentra) sólo después de considerada la segunda.
Pienso que las preguntas acerca de un “propósito” sólo son realmente útiles cuando se refieren a los propósitos u objetivos de los seres humanos o a la utilización de las cosas que proyectan o hacen… Si preguntamos por qué Dios nos incluyó en su designio, sólo podemos contestar: Porque lo Hizo. Si no creemos en un Dios personal, la pregunta: ¿Cuál es el propósito de la vida?, es informulable e incontestable. ¿A quién o a qué se dirigiría la pregunta? Pero como en un rincón extraño […] del Universo se han desarrollado seres con mentes que formulan preguntas y tratan de responderlas, uno podría dirigirse a uno de estos seres tan peculiares. Como uno de ellos, me aventuraría a decir (hablando con absurda arrogancia en nombre del Universo): “Soy como soy. No hay nada que pueda hacerse al respecto. Es posible seguir tratando de averiguar lo que soy, pero nunca se logrará. Y por qué trata uno de saberlo, no lo sé. Quizás el deseo de saber sólo por el mero hecho de saber, se relacione con las oraciones que algunos dirigen a lo que se llama Dios. En su punto más elevado, éstos parecen alabarlo por ser como es, y por hacer lo que ha hecho tal como lo ha hecho. [Pero] los que creen en un Dios personal, el Creador, no creen que el Universo de por sí sea venerable, aunque su devoto estudio sea uno de los modos de honrarlo. Y como en tanto que criaturas vivientes estamos dentro de Él y de Él formamos parte (parcialmente), nuestra [aproximación a Dios] y el modo que tenemos de expresarla derivarán en amplia medida de la contemplación del mundo a nuestro alrededor. (Aunque hay también una revelación tanto dirigida a los hombres en general como a ciertas personas particulares.) De modo que puede decirse que el principal propósito de la vida, para cualquiera de nosotros, es incrementar, de acuerdo con nuestra capacidad, el conocimiento de Dios mediante todos los medios de que disponemos, y ser movidos por Él a la alabanza y la acción de gracias. Hacer como decimos en el Gloria in excelsis: Laudamus te, benedicimus te, adoramus te, glorificamus te, gratias agimus tibi propter magnam gloriam tuam. Te alabamos, te bendecimos, te veneramos, proclamamos tu gloria, te agradecemos la grandeza de tu esplendor. Y en los momentos de exaltación podemos invocar a todos los seres creados para que se nos unan en el coro hablando en su nombre, como se hace en el salmo 148 y en el Canto de los Tres Niños de Daniel III. ALABAD AL SEÑOR… todas las montañas y las colinas, todos los huertos y los bosques, todas las criaturas que reptan y los pájaros que vuelan. Esto es demasiado largo, y también demasiado corto… para semejante pregunta. Con mis mejores deseos,
J.R.R. Tolkien

Ciertamente, una carta muy importante, porque revela lo interior de la persona de quien nos interesa dar a conocer, y asimismo al autor inspirado de El Señor de los Anillos, obra maestra suya que suele denominarse “literatura fantástica,” sin más, por lo que esto es muy engañoso. Pero bien podemos admitir “literatura fantástica”, si quieren, en cuanto que “fantástica” sea adjetivo y no sustantivo; es decir, una literatura excelente, buenísima, fabulosa, estupenda, magnífica, etc., por lo que puede entenderse como una “fantástica literatura”, o incluso una “fantasía real,” aunque a primera vista parezca una contradicción. En fin, las palabras, desde luego, tienen un sentido muy distinto, ¿verdad?, según el orden en que las empleemos, o según asumen una u otra función gramatical.
Tolkien, ya desde muy pequeño, siempre tuvo una extraordinaria habilidad y amor para el estudio de las lenguas —llegó a dominar bien unos 17 idiomas, entre ellas el español, por supuesto, que le agradaba particularmente— nos advertiría que la estructura del lenguaje es esencial, fundamental, importantísimo, para comunicar bien la fuerza de una idea o pensamiento, o más aún, comunicar una verdad, una realidad, una vivencia. Por lo que no es lo mismo, claro está, decir que El Señor de los Anillos es, sin más, una obra del género “literatura fantástica”, o “literatura juvenil” (como se suele denominar comúnmente) que decir que es una “fantástica literatura de lo real”, para adultos o jóvenes—ambos con madurez humana.
Y por madurez humana, queremos decir no sólo el ponerse a leer un buen libro, es decir, no sólo saber discernir lo que es una buena literatura, sino sobre todo la capacidad de saber saborear lo que se lee, la capacidad contemplativa y meditativa para asomarse y asombrarse, maravillarse, descubrir los tesoros escondidos y profundizar en ellos. En este sentido, la Iglesia siempre ha valorado, y por tanto recomendado, leer obras buenas y provechosas con su “apostolado de buena prensa.”
Pues bien, les aseguro por propia experiencia, que es muy acertado decidirse leer El Señor de los Anillos, pero me permito hacer algunas advertencias: no valen las prisas o una lectura superficial, aparte de que es prácticamente imposible leerlo superficialmente: es una obra demasiada rica y profunda para una lectura apresurada sin asimilar adecuadamente y, ciertamente, es una lectura muy agradable, pero perspicazmente seria, descriptiva, madura, contemplativa y conmovedora, por lo que el lector queda completamente absorbido e inmerso en la Tierra Media—el universo—de Tolkien, en el mejor sentido de estos términos. Para abordar la lectura de El Señor de los Anillos hay que acercarse con calma, con sosiego, con paciencia y respeto, como quien pisa “terreno sagrado,” porque, efectivamente lo es en gran medida, como iremos exponiendo.
Acompañar a los personajes en su impresionante —pero creíble— aventura, por la variada y tan detalladísima geografía de la Tierra Media —el mundo imaginario pero curiosamente real, de Tolkien, donde tienen lugar los acontecimientos— es asimismo una aventura personal inolvidable para el lector, sobre todo si es lector contemplativo y serio.
Como dato altamente significativo, resulta que en Inglaterra, a finales del milenio pasado, se realizó una amplia encuesta por parte de un prestigioso periódico para averiguar qué libro podría considerarse el mejor del siglo XX, que por entonces llegaba a su fin. Más de 25.000 hombres y mujeres fueron encuestados y las respuestas fueron muy reveladoras: el libro con el mayor número de votos, con mucho, fue precisamente El Señor de los Anillos. Curiosamente esto provocó objeciones de ciertos sectores críticos, y esto a su vez hizo posible otras tantas encuestas en más periódicos y librerías nacionales en Gran Bretaña y en los Estados Unidos, pero con similares resultados: Tolkien seguía en el primer puesto.
Y después le tocó el turno a la prestigiosa Folio Society de Inglaterra, que quiso hacer su propia encuesta, pero no limitando que fuera un libro del siglo XX, sino de cualquier época. Conviene saber que los más de 50.000 lectores de esta Sociedad británica son lectores maduros y serios, buenos conocedores de buena literatura, no muy dispuestos a dejarse llevar por las modas literarias pasajeras de turno. Pues de todos los que participaron en esta encuesta, ¿a que no pueden imaginar sus opiniones? Pride and Prejudice (Orgullo y Prejuicio) de Jane Austin y David Copperfield de Charles Dickens salieron bien parados… pero el libro mejor valorado de nuevo fue El Señor de los Anillos. Y qué decir de la contestación de los participantes en la encuesta promovida en 1999 por Amazon.com, una librería virtual de Internet: ¡El Señor de los Anillos fue elegido como “Libro del Milenio”!
En fin, a cada encuesta que Tolkien salía ganando, más desconcierto y más hostilidad provocaban en las mentes elitistas de algunos críticos modernos, incapaces de asimilar el éxito literario mundial y la irresistible atracción de El Señor de los Anillos. Tolkien estaba gratamente sorprendido de que su obra había recibido tanta aceptación, pero feliz de poder llegar a tantos corazones. Desde su publicación en 1954/1955, se han vendido más de 50 millones de ejemplares, traducidos a 26 lenguas. Y su innegable popularidad sigue creciendo imparable.
La crítica desmesurada de ciertos grupos en parte se debe a que a éstos les gusta influir poderosamente en la cultura, formando opinión pública, creyendo que sólo ellos saben lo que es mejor para el resto del mundo, y en parte por desconocer por completo la sugerente teoría literaria de Tolkien, hecha gozosa realidad en el estilo narrativo de El Señor de los Anillos, que es absolutamente esencial para comprender su obra y apreciarla en su contexto.
Hubo incluso quienes, como Howard Jacobson, fueron partidarios de afirmar: “Tolkien… Es algo para niños, ¿no? O para adultos retrasados… Eso demuestra la estupidez de estas encuestas, la estupidez de enseñar a la gente a leer. Cerrad todas las bibliotecas. Utilizad el dinero para alguna otra cosa. Éste es otro día negro para la cultura británica”. O como Susan Jeffreys, en un artículo publicado en el Sunday Times: “Es deprimente pensar que quienes han votado el mejor libro del siglo XX se encierran en un mundo inexistente”.
Naturalmente, ha habido también, cómo no, otras posturas y reacciones mucho más comprensivas y centradas. Sue Bradbury, directora editorial de la Folio Society, reconoció su gran sorpresa ante el resultado de las encuestas, pero llegó a afirmar: “El hecho de que quede en primer lugar en dos encuestas creo que debe tomarse en serio”. Un comentario agudo lo aportó Ross Shimmon, Jefe Ejecutivo de la Asociación de Bibliotecas: “Es sorprendente que ‘El Señor de los Anillos’ tenga tanto éxito. La idea de un mundo paralelo… Me pregunto si tendrá algo que ver con intentar comprender el mundo que nos rodea”.
Ante la crítica furibunda de que literatura fantástica es escapista y por tanto carece de valor, Patrick Curry, en su libro Defending Middle-Earth: Tolkien, Myth and Modernity (Defendiendo la Tierra Media: Tolkien, Mito y Modernidad), afirmó rotundamente que El Señor de los Anillos era cualquier cosa menos huida de la realidad: “Tolkien no se limitó a hablarnos, como Ruskin y Chesterton, sobre los peligros del mundo moderno; además, tejió su antimodernismo en una historia rica e intricada que ofrece una alternativa.
En su versión, como en la nuestra, la comunidad (los hobbits en La Comarca [rural apacible]), el mundo natural (la Tierra Media misma), y los valores espirituales (simbolizados por el mar) se encuentran amenazados por la unión patológica del poder estatal, el capital y la ciencia tecnológica que es Mordor [la Tierra del Señor Oscuro, la Tierra Negra, la Tierra de la Sombra). La diferencia radica en que en ‘El Señor de los Anillos’ la amenaza es derrotada, mientras que en la nuestra el resultado está por ver…
Tolkien habló de los temores de los lectores de finales del siglo XX… y les dio esperanza. Lejos de ser escapista o reaccionario, ‘El Señor de los Anillos’ trata de la más grande de las luchas de este siglo y más allá. Y [algunos críticos modernos], a diferencia del lector común, no fueron capaces de verlo; al menos en el libro, y quizá tampoco en el mundo. Entonces, ¿quién vive en un mundo de fantasía?
Los críticos de Tolkien, no sus lectores, han perdido el contacto con la realidad. Nunca la clase intelectual había merecido tanto que la contradijeran”. También está la de Paul Goodman, publicado en el periódico británico Daily Telegraph: “…la clave [de ‘El Señor de los Anillos’] es su sensibilidad religiosa: la sensación de que al final hay una beatitud de la que disfrutar, aunque no se encuentre en la Tierra Media ni en esta tierra”.
Interesante el testimonio de Jeffrey Richards, de la Universidad de Lancaster, también publicado en el Daily Telegraph: “’El Señor de los Anillos’ es una obra de un poder, una envergadura y una imaginación únicos. El lenguaje de Tolkien es rico y evocador; su vocabulario, extenso y variado. Sus descripciones son maravillosas. Su evocación de virtudes inestimables como la lealtad, el servicio, la amistad y el idealismo es inspiradora.
Por encima de todo, crea un universo de mito… y arquetipos que resuena en lo más hondo de la memoria y la imaginación”. Luego hace una comparación con ciertas obras “modernas” y afirma que “llama la atención sobre la tiranía del realismo, la estrechez de miras, el ensimismamiento y la «relevancia» que tienen esclavizados a demasiados escritores y críticos modernos. Tolkien es un antídoto contra todo eso. Cuantos más niños, cuanta más gente de todas las edades lean ‘El Señor de los Anillos’, mejor será no sólo para el nivel literario de este país, sino también para su salud espiritual”.
Pues sí, para nuestra salud espiritual, como escribe para la New England Science-Fiction Association, Elisabeth Carey: el libro “está empapado con teología moral católica… [y] sobre las elecciones morales”. Posiblemente, de las respuestas más entusiastas en favor de Tolkien, está la de Desmond Albrow, en un artículo publicado en el Catholic Herald: “Hay algo verdaderamente inspirador en el hecho de que un hombre como Tolkien, un católico verdadero, que estaba en completa armonía con la decencia civilizada, coseche un premio como éste en un siglo que aplaude con tanta frecuencia a quienes son mezquinos y brillantemente rimbombantes”.
Y más cerca de nosotros, está el testimonio personal de un amigo mío, Eduardo Segura Fernández, de 36 años, natural de Oviedo pero con raíces familiares en Luarca, Profesor Ayudante de Humanidades en la Universidad Católica San Antonio de Murcia, y cuya tesis doctoral centrada en un análisis narratológico de El Señor de los Anillos y la teoría literaria de Tolkien, acaba de ver la luz en enero pasado. Hablando conmigo me comentó que era realmente impresionante cómo Tolkien pudo escribir una novela tan larga y sobre una aventura de dimensiones tan épicas, sin mencionar expresamente a Dios, pero cuya presencia se podía percibir en cada página de El Señor de los Anillos…
A raíz de testimonios como éstos y muchísimos más, es evidente que tanto la persona del profesor Tolkien, además de su literatura, siguen teniendo —y tendrán siempre— gran poder para no dejar a nadie indiferente: poder para cautivar o provocar, poder para conquistar el corazón o suscitar contraria opinión. Para aquellos a quienes el autor y su obra provocan, lamentablemente ambos resultan aborrecibles e insoportables.
Pero para aquellos a quienes el autor y su obra cautivan —como a un servidor— la conmovedora e incomparable experiencia de viajar a la Tierra Media, guiado por la pluma, la mente y el corazón creyente del mismo Tolkien es, francamente, hermosa, pues entre muchas cosas, el viaje de laComunidad del Anillo, pasando por las aventuras de las Dos Torres, y aguardando el Retorno del Rey, es una bocanada de esperanza. La Iglesia Católica, como portadora del Evangelio de la Esperanza, siendo muy sensible a la nueva evangelización de la cultura, apuesta muy clara y decididamente por la admirable fuerza evocativa no sólo de los buenos libros, sino también en nuestra época, de lo que llama “cine espiritual.” Por estas fechas, ya cercana la Semana Santa, esperamos el estreno de la película del actor/director norteamericano Mel Gibson, La Pasión de Cristo, que, según declaraciones de la Santa Sede, promete ser una valiosa ayuda para la evangelización. Pero la Iglesia considera —muy acertadamente— “cine espiritual” en un sentido más amplio: toda aquella película que contiene referencias, si bien no explícitamente, al menos sí implícitamente cristianas, que puedan suscitar inquietud y reflexión.
En este sentido estamos realmente enhorabuena, pues gracias al buen hacer del director neozelandés Peter Jackson, la excelente interpretación de los actores/actrices, la extraordinaria —y conmovedora— banda sonora del compositor Howard Shore, y todo el equipo de producción, hemos podido disfrutar enormemente de las tres películas, estrenadas en la Navidad del 2001, 2002 y 2003, de la notable adaptación cinematográfica de El Señor de los Anillos.
Pues bien, les invito a remar conmigo “mar adentro”, como dijo el Señor a Pedro y a los Apóstoles, y como nos dice asimismo el Santo Padre, para descubrir el hombre detrás del libro, para luego maravillarse ante una Buena Noticia. Puede muy bien ser un gran descubrimiento en tu vida: un eco, sorprendentemente cercano, del Evangelio…

Tolkien: El hombre detrás del mito cristiano

¿Quién era J.R.R. Tolkien y cuáles fueron los acontecimientos fundamentales en su vida que fueron cauce y dieron forma al desarrollo de la única persona capaz de escribir El Señor de los Anillos? Porque ciertamente hay que decir, con rotunda claridad, que Tolkien pudo, con tan intenso esfuerzo, escribir El Señor de los Anillos tal y como lo escribió a lo largo de doce años, escrito con la sangre de mi vida, según dijo a su editor, precisamente porque era un “católico absoluto”, como así dijo de su padre su hijo mayor, el P. †John Tolkien.
Es éste un hecho incontestable que hace falta asimilar si queremos adentrarnos en la Tierra Media, de modo que podamos descubrir y apreciar los inestimables valores espirituales en su literatura. En el prólogo de El Señor de los Anillos, Tolkien quiso advertir al lector: “Un autor no puede, por supuesto, dejar de ser afectado por su propia experiencia, pero los modos en que el germen de una historia utiliza el suelo fértil de la experiencia son extremadamente complejos, y cualquier intento de definir el proceso no es más que el mero atisbo de una evidencia inadecuada y ambigua”.
Tolkien mismo no veía con especial agrado los intentos de biografía, pues para él, solían ser inadecuados para captar la verdadera profundidad de una persona. Pero puesto que esta intervención es sólo una aproximación —eso sí, con afecto—, tanto a la persona del autor como a su obra, algunas pinceladas clave de su vida nos ayudarán a tener presente al hombre detrás de El Señor de los Anillos.
Tolkien nació de padres ingleses, Arthur y Mabel, el 3 de enero de 1892, en Bloemfontein, Sudáfrica. Fue bautizado un mes después con el nombre de John Ronald Reuel en la catedral anglicana. Su familia vivía entonces en Sudáfrica, pues su padre era director de la sucursal local del Banco de África. Poco después de cumplir los tres años, en 1895, su madre se llevó a Tolkien y a su hermano pequeño, Hilary, de regreso a Inglaterra, ya que el clima sudafricano no era muy saludable para los niños y ni para ella misma. Su padre no podía embarcar con su familia en ese momento por motivos de trabajo, pero con la esperanza de poder regresar tan pronto como podía. De sus primeros años en Sudáfrica, Tolkien sólo recordó algunas palabras en la lengua local, afrikáans, y el recuerdo de unos paisajes áridos y polvorientos.
Un año después del retorno a la madre patria, residiendo en la ciudad de Birmingham, Mabel recibió las malas noticias de que su esposo había caído inesperadamente enfermo, y de hecho falleció no mucho después. Quedando viuda tan joven con dos niños pequeños, afrontó con audacia la nueva situación adversa. No pudiendo quedarse para siempre en la congestionada casa de los padres de Mabel, pero no disponiendo de recursos económicos suficientes para instalarse por su cuenta, la valiente madre de Tolkien fue buscando un buen alojamiento lo bastante barato para vivir ella con sus hijos. Fue así en el verano de 1896 que encontró una casa de ladrillos en la cercana aldea de Sarehole, poco más que un kilómetro y medio de los límites meridionales de Birmingham. Olvidándose de los paisajes secos de Sudáfrica y los ruidos urbanos de Birmingham lo suficientemente lejos, ¡qué contraste más agradable supuso para Tolkien la vida rural inglesa!
Durante sus años de niñez, mientras vivía en Sarehole, Tolkien se enamoró del campo, de los arroyos, de los árboles, y fue donde su imaginación se hizo muy receptiva y creativa. En el suave paisaje rural de Sarehole, y en sus habitantes, se inspiró Tolkien para crear su querida Comarca, poblada de la raza de los Hobbits o los Medianos, lugar entrañable donde comienza y termina El Señor de los Anillos. Pero también allí donde desarrolló un aborrecimiento por quienes destruían a los árboles sin ningún motivo. Relata un incidente que le marcó para siempre: “Había un sauce suspendido sobre el estanque del molino, y aprendí a trepar por él. Creo que era del carnicero de la calle Stratford. Un día lo cortaron. No hicieron nada con él. El tronco quedó allí, caído. Nunca lo olvidé”.
Su madre no tenía medios para pagar un tutor para sus hijos, por lo que ella misma se encargó de darles la mejor educación posible. Afortunadamente era muy capaz, pues sabía pintar, dibujar y tocar el piano, además de tener conocimientos de latín, alemán y francés. Pronto se dio cuenta de que su hijo mayor tenía una gran aptitud para el estudio de las lenguas; le gustaba especialmente el latín —el sonido, la forma y el significado preciso de las palabras encantaron al niño Tolkien—. También a su madre le preocupaba que sus hijos leyeran muchos y buenos libros. Ya por entonces, al joven Tolkien le gustaron algunos de los cuentos de hadas de George Macdonald, autor que también influyó a G.K. Chesterton, y los de Andrew Lang.
Fue en esta época temprana de su vida cuando empezó Tolkien a cultivar su habilidad por la filología, que sería un hecho de capital importancia para su posterior creatividad literaria. Por esos mismos años, mientras Tolkien comenzaba su interés por el lenguaje —su estructura, su expresión de cultura y su historia— su madre se iba acercando cada vez más al catolicismo, y consecuentemente, se iba alejando cada vez más de su propia familia. El cristianismo formaba parte importante de la vida familiar de Tolkien, especialmente desde la muerte de su padre. Todos los Domingos iban a una iglesia anglicana, pero un Domingo, su madre llevó a sus hijos a la parroquia católica de St. Anne, situada en los barrios bajos de Birmingham.
Fue en la primavera del año 1900, cuando su madre y su tía, May Incledon, recibieron catequesis en St. Anne y en junio del mismo, fueron recibidas discretamente en la Iglesia Católica. Hemos de tener muy presente que este hecho, para nosotros hoy en España, no supone gran cosa, pero sí supuso para Mabel Tolkien una hazaña sin igual en la hostil Inglaterra anglicana de 1900, que veía todo lo católico y romano como algo anti-inglés. Además esto ocurrió unos diez años después de la muerte del Cardenal John Henry Newman, que por entonces su influencia en la cultura religiosa inglesa era reciente y notable. La valiente madre de los hermanos Tolkien tuvo que sufrir no poco al dar este paso de conversión al catolicismo. Fueron objeto ella y su hermana, de la ira de sus propias familias, y Mabel por parte también de la familia de su esposo. Su hermana May fue obligada a renunciar al catolicismo, en contra de su voluntad, lo que dejó a Mabel sola ante el peligro. A Mabel le fue quitado todo el apoyo familiar, incluyendo el económico, mientras no recapacitara. Con el paso del tiempo, sus familiares se dieron cuenta de que Mabel seguía firme en su conversión, y esto hizo que creciera su hostilidad hacia ella. Naturalmente esto supuso una terrible tensión emocional, moral, espiritual y física en la madre de Tolkien, que contribuyó a afectarle seriamente su salud.
Nada de esto pasó desapercibido en Tolkien, que fue educado en la religión católica ya desde los ocho años. Tiempo después, a los 21 años de edad, Tolkien escribiría (Cartas nº 142) sintiéndose “agradecido por haber sido educado [desde los ocho años] en una Fe que me ha nutrido y me ha enseñado todo lo poco que sé; y eso se lo debo a mi madre, que se atuvo a su conversión y murió joven, en gran medida por las penurias de la pobreza, que fueron las consecuencias de ello…” Y ahondando con agradecimiento sobre la heroicidad abnegada de su madre, también escribió: “Mi querida madre fue en verdad una mártir, y no a todos Dios concede un camino tan sencillo hacia sus grandes dones como nos otorgó a Hilary [su hermano pequeño] y a mí, al darnos una madre que se mató de trabajo y preocupación para asegurar que conserváramos la fe”. Fácilmente descubrimos un paralelo notable entre Mabel y Santa Mónica, cuyas lágrimas, oración y sacrificio, fueron decisivas para la fe cristiana de su hijo, San Agustín.
Tolkien sería entonces, ya desde esa tierna edad, un católico convencido profundo, hecho que influiría poderosamente a lo largo de su vida, cuyos reflejos descubrimos en sus escritos, especialmente en El Silmarillion, libro suyo menos conocido pero clave, editado después de su muerte por su hijo Christopher, consistente en ser el cuerpo central de las narraciones míticas que dan la profundidad histórica para apreciar y comprender mejor los acontecimientos cronológicamente posteriores en El Señor de los Anillos. La conversión de la madre y los niños a la fe católica era, sin duda alguna, lo más decisivo en la familia de Tolkien, aunque no fue el único acontecimiento crucial. El tiempo seguía imparable su curso, y en septiembre de 1900, el niño Tolkien ingresó en el King Edward’s, el colegio donde había ido su padre.
Pero, como suele decirse, cuando las puertas se cierran, Dios abre una ventana, afortunadamente un tío paterno siguió teniendo buena disposición hacia la familia, a pesar de la fuerte polémica sobre la conversión al catolicismo, y costeó la matrícula, que era de 12 libras esterlinas al año. Desafortunadamente, la escuela—un edificio imponente—se situaba en el centro de Birmingham, a unos seis kilómetros y medio de la casa de Sarehole, y resultaba caro para su madre pagar el viaje en tren, cuya estación tenía que Tolkien caminar unos dos kilómetros en las muy tempranas mañanas. Y de regreso, muchas veces era oscuro, y en la estación local, iría su hermano pequeño a recibirle con un farol encendido. Al fin la familia se mudó a una casa alquilada en Moseley, localidad más cercana al centro de Birmingham. Vivir en zona urbana, con sus calles bien transitadas, los tranvías, el tráfico y los tristes rostros de la gente, las chimeneas humeantes de las fábricas, supuso para Tolkien un fuerte y muy desagradable contraste con la vida apacible de que disfrutaba en el campo.
Esta experiencia nefasta también le marcó poderosamente, y fue el humus en que se inspiraría años después para describir la terrible y desoladora fealdad de la región de Mordor, tierra donde se extienden las sombras, lugar donde el mal nunca duerme, la tierra del Señor Oscuro, la tierra inhóspita de aquel que es Señor de los todos los Anillos.
Pero esta casa alquilada iba a ser demolida, por lo que tuvieron que trasladarse a otra casa cercana, situada detrás de la estación ferroviaria de de la localidad de King’s Heath. Los ruidos de las locomotoras y su carbón y humo sólo sirvieron para desesperar más al niño Tolkien, que añoraba cada vez más la pureza natural de lo rural. Pero tampoco estuvieron aquí mucho tiempo, al tener que trasladarse a Edgbaston a comienzos de 1902, a una casa que dejaba bastante que desear. El único consuelo del nuevo hogar era que estaba muy cerca del Oratorio de San Felipe Neri de Birmingham, una gran Iglesia fundada hacía más de 50 años antes por el Cardenal John Henry Newman. Fue aquí, providencialmente, donde Mabel conoció al párroco nuevo, el P. Francis Xavier Morgan, que llegó a ser un valioso amigo de la familia y sacerdote realmente comprensivo y ejemplar.
Por estos años, la salud de Mabel iba empeorándose, pues se le había diagnosticado diabetes, que por esa época, no tenía tratamiento. En abril de 1904, en una recuperación parcial, se le ocurrió al P. Francis disponer de un lugar para su convalecencia en Rednal, una aldea de la comarca de Worcestershire, a unas pocas millas de Birmingham. Durante ese verano, los hermanos Tolkien disfrutaron como nunca de su vuelta a la vida rural. El P. Francis, siempre tan atento al bien de los niños, fumaba en una pipa de madera de cerezo, hecho que influiría en forjar ciertas costumbres de los personajes de los hobbits, habitantes pacíficos de la idílica Comarca: su afición al tabaco de pipa.
Los niños no se dieron cuenta de que la salud de su madre volvía a ser precaria. Sufrió una recaída y el 14 de noviembre de 1904, murió en la paz del Señor, a cuyo lado estaban el P. Francis y su hermana May. En su testamento, Mabel había designado al P. Francis tutor de sus dos hijos —decisión providencial— pues en los años siguientes, el venerable sacerdote mostró un afecto y una generosidad constantes.
Al capital que le dejó Mabel para sustento y educación de sus hijos, el P. Francis aumentaba la cantidad de su propio bolsillo, gracias a ingresos privados de los viñedos de su familia en Jerez de la Frontera. Les buscó alojamiento en casa de una tía, Beatrice, cerca del Oratorio, pero ella no les mostraba mucho cariño, por lo que los pequeños huérfanos pronto vieron la casa del Oratorio como su verdadero hogar. Cada mañana, los hermanos Tolkien asistían al P. Francis en el altar y después tomaban el desayuno con él en el refectorio antes de irse a la escuela. La muerte de su querida madre y el generoso trato por parte del P. Francis marcó profundamente al niño Tolkien.
Siempre se sintió muy agradecido —y esta cualidad para un católico es esencialmente eucarística— por todos los desvelos del P. Francis hacia él y su hermano. Sin duda alguna para Tolkien, su madre y el P. Francis fueron (especialmente) muestras de la gracia providente de Dios, “ángeles encarnados” y rostros palpables de la misericordia y ternura del Padre celestial. Años después llegó a afirmar del sacerdote tutor en una carta a su hijo, †Michael (Cartas nº 267): “Por primera vez aprendí de él la caridad y el perdón”.
Pues esta experiencia gozosa —de caridad, de misericordia y capacidad de perdón— es una de las claves esenciales para comprender el trasfondo de los acontecimientos cruciales en El Señor de los Anillos. El tiempo siguió su curso, y la caridad y capacidad de perdón que Tolkien aprendió del P. Francis en los años posteriores de la muerte de su madre, fueron realmente decisivos para contrarrestar el dolor y tristeza por la separación, que le duraron no obstante toda la vida. Pero los acontecimientos de las muertes tempranas de padre y madre, a tan tierna edad, sirvieron para hacer de Tolkien un hombre muy sensato y realista.
Y puesto que también era hombre muy creyente, tuvo una gran sensibilidad para con el mundo que le rodeaba. Fue descubriendo personalmente que todo en esta vida se acaba, que con el paso inevitable del tiempo, todo es pasajero: la belleza, pero también la fealdad; la niñez y la juventud, pero también la madurez y la adultez; la salud, pero también la enfermedad; el gozo y la alegría pero también la pena y la tristeza; incluso hasta el mismo tiempo es pasajero porque también el tiempo se nos acaba… De ahí que Tolkien llegó a valorar muchísimo el aprovechar bien el tiempo que Dios nos ha concedido. Pues bien, esta realidad que percibía con meridiana claridad, despertó en él la fuerte sensación de una “nostalgia” o “pérdida irrecuperable”, por unos tiempos más dichosos que no podrían volver jamás.
Pero, paradójicamente, tampoco sería provechoso querer detener el tiempo, ya que vamos caminando —pues el camino sigue y sigue, como cantan algunos de los hobbits en su obra— hacia una plenitud en el futuro, aunque ese futuro es, esencialmente, incierto y sin garantías, porque nosotros mismos podemos, con nuestra libertad mal empleada (=pecado) malograrlo. Que las luchas de la vida no se ganaban de forma total y definitiva, que incluso en las victorias, había derrotas. Que no hay amor verdadero sin sacrificio, que no hay salvación posible sin perdón, que no hay perdón si no hay misericordia, que en toda victoria en el mundo hay pérdida. Que nuestro paso por este “mundo caído” (por el pecado de Adán y Eva, del que todos participamos, exceptuando la Santísima Virgen María) está lleno de tribulación, es como una larga derrota en medio de estériles victorias.
Es algo como ha dicho agudamente un compañero sacerdote: “Vamos de derrota en derrota, hacia la victoria final”. Que la terrible losa de la muerte acabaría irremediablemente con todo —no sólo con el tiempo y la vida, sino con toda esperanza en la vida, con toda ilusión, con todo proyecto humano, que por nada valdría la pena luchar— el paso inexorable del tiempo y la muerte serían muros infranqueables, portadores de una amargura existencial terrible, de no poder vencerlos… Pero como católico que era, era muy consciente —y consolado por ello— de que, por la misericordia de Dios, en quien creía con toda su alma y con todo su corazón y con todo su ser, efectivamente, hay salvación: hay salvación del mal y del pecado, que estropea toda la hermosura de la creación, y hay salvación del paso del tiempo que tiene por fin la muerte, por la que todo llegaría a acabarse para siempre… Que, a pesar de todo, siempre hay esperanza: esperanza que nos alienta para seguir adelante, entregándonos en cuerpo y alma, rompiéndonos el corazón y las entrañas como hacen Frodo y Samsagaz, hobbits protagonistas de su libro, para destruir el Anillo de Poder, aunque a nuestro alrededor, se desvanecen hasta los más pequeños indicios y motivos para la esperanza. Que hay una luz que alumbra cuando todas las demás luces se nos apagan. ¿Cómo se puede comprender y vivir esto?
Lo que voy a decir ahora es absolutamente esencial para comprender el mundo real que nos rodea, y también para comprender el desenlace de El Señor de los Anillos: ¿por qué Tolkien nos asegura que siempre hay esperanza? Porque la historia de la Tierra Media es un relato mítico de historia de salvación, pues la salvación es un hecho gozoso, digno de ser relatado: hay salvación del paso del tiempo y la muerte, porque en Dios Creador hay perdón y sacrificio, hay perdón y sacrificio porque tiene misericordia, y hay perdón, sacrificio y misericordia porque la gracia y la providencia, sirviéndose de la libertad de las criaturas —tanto para bien como para mal— hacen posible que las cosas extremadamente adversas den un giro tan radicalmente favorable como inesperado, en la hora de la duda y la prueba más dura, al borde de la desesperanza. Son todos estos factores los que misteriosamente rigen los destinos de nuestra vida e historia personal y colectiva, y, claro está, la vida y la historia de los personajes y los pueblos de la Tierra Media en El Señor de los Anillos.
Comprendidas estas afirmaciones claves, llegamos a asombrarnos, por lo tanto, de que, efectivamente, también es pasajero el mal, el dolor, el sufrimiento y hasta la mismísima muerte lo es, que aunque haya “pérdidas irrecuperables”, no las hay sin victoria final, que el tiempo se nos acaba pero porque se convierte en eternidad… gracias a los acontecimientos cumbres de la historia de la salvación: la Encarnación de la Palabra de Dios y la Pascua de Resurrección de Jesucristo. Es la gran verdad que nos hace libres y, como dice la liturgia de Pentecostés al cantar del Espíritu Santo, es la fuente del mayor consuelo: ¡verdaderamente ha resucitado el Señor! El Evangelio, pues, en su sentido etimológico griego, ciertamente lo vivía Tolkien como una gran Buena Noticia. Pues bien, todas estas profundas vivencias cristianas de Tolkien están maravillosamente presentes, si bien discretamente, como un atisbo de victoria final, en El Silmarillion y en El Señor de los Anillos.
La maravillosa genialidad de Tolkien está en que todo este destello de la Buena Noticia cristiana está presente en su libro, pero cuyos acontecimientos tienen lugar siglos antes de la venida de Cristo. Es una historia hermosa de salvación implícitamente cristiana, en un tiempo y culturas obviamente pre-cristianas por fecharse, deliberadamente, antes de Cristo. El hilo conductor de El Silmarillion y El Señor de los Anillos es una historia maravillosa de esperanza contra-toda-esperanza, y en este sentido viene a ser, pues, un pre-anuncio sublime del Evangelio cristiano.
El tiempo sigue su curso natural y al igual que el Niño Jesús, Tolkien iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia, ante Dios y ante los hombres. Era jovial y alegre por naturaleza, le encantaba el aire libre, pasear tranquilamente y pasarlo sanamente bien con sus buenos amigos, que le era fácil entablar. Y tenía una cualidad que mantendría a lo largo de su vida: la de rumiar, saborear, las cosas en su interior. No era, ni mucho menos, superficial, más bien, todo lo contrario. Proseguía sus estudios, donde claramente destacó en el campo filológico. Con la ayuda de sus profesores, indagaba cada vez más en la lingüística: una cosa era saber y hablar y escribir latín, griego y alemán (y con el tiempo otras 14 lenguas), y otra muy diferente saber el por qué las variadas gramáticas eran como eran. Al descubrir el antiguo anglosajón, el inglés medieval, el finlandés, el galés y el gótico, quedó maravillado acerca de la sonoridad y expresividad de estas lenguas. Serían la base de las lenguas que inventaría para su mitología (a destacar las variedades quenya y sindarin de la hermosa lengua de los Elfos) para darle verosimilitud y un fuerte sentido de realismo —cosa que logró con increíble fuerza—. Es más: en primer lugar, crea una lengua, con gramática y vocabulario, y luego desarrolla toda una cultura e historia, y en este sentido, es una muestra de impresionante habilidad creativa.
Al fin pudo leer en lengua original el gran poema heroico de la literatura inglesa, Beowulf, una obra de más de 3.100 versos, comparable al Cantar de Mío Cid en español o a la Chanson de Roland francés. Beowulf le llamó poderosamente la atención y le despertó el interés para crear él mismo sus propias historias. Las semillas de la creación mítica de la Tierra Media ya estaban puestas.
Llegaban las vacaciones de verano, y el P. Francis llevaba a Tolkien y su hermano a Lyme Regis, donde lo pasaban bien por las playas. Como el P. Francis era hombre sensible, se dio cuenta de que los adolescentes hermanos no eran felices en la casa de su tía, por lo que al comienzo de 1908, les buscó alojamiento en Birmingham en unas habitaciones que alquilaba la Sra. Faulkner, cerca del Oratorio. La habitación de los hermanos estaba en la segunda planta, y justamente debajo vivía una bella joven huérfana, llamada Edith Mary Bratt. Ella tocaba muy bien el piano y los tres se hicieron buenos amigos.
Pero la amistad entre Tolkien y Edith, tres años mayor que él, llegó a ser bastante más que simple amistad juvenil, pues se enamoraron. Fue el primer y único amor en la vida de Tolkien. Pero el P. Francis seguía siendo el tutor legal, y Tolkien, con sus 16 años, era aún menor de edad hasta cumplir los 21. Al sacerdote le preocupaba que el joven Tolkien se distraía demasiado de sus estudios, y era un momento importante para él, pues tenía que sacar beca y aprobar su ingreso a la Universidad de Oxford, y para ello tenía que estudiar muy en serio.
Así que tomó la firme decisión de decirle a Tolkien que, para su bien, no se viera con Edith, al menos durante esos años cruciales. Sin duda, fueron unos años muy duros para Tolkien y Edith, pues realmente se amaban, pero el fuerte sentido del deber y el amor obediente que Tolkien honradamente consideraba que le debía al P. Francis —”que había sido un padre más que la mayoría de los verdaderos padres”, según llegó a escribir— le movió a sacrificar verse con quien sería, con el tiempo, su esposa. Tolkien siempre agradeció al P. Francis su cuidado, incluso esta decisión difícil que le supuso mucho sacrificio, pero que sirvió para hacer más auténtico el amor que sentía hacia el P. Francis y Edith. A finales de 1910, a Tolkien le fue concedida una beca para estudiar en la Exeter College, vinculada a la Universidad de Oxford.
Como hogar de Tolkien durante sus años de universitario, siempre le impresionó la grandiosidad del campus. La formación académica era personal, donde los tutores hacían leer a cada estudiante muchos libros, sobre los que luego el alumno tenía pensar y discurrir, formar sus propias opiniones, sometiéndolas a examen crítico, y luego hacer sus propios ensayos. Esto hacía perder el miedo de hablar en público y ayudaba a desarrollar un espíritu crítico sobre los pareceres ajenos y propios. Fue durante estos años donde Tolkien fue decantándose más a favor de autores germánicos, que griegos y latinos. Y fue también allí donde descubrió el celta y el Kalevala finés, un conjunto de historias y mitos de los héroes de Finlandia. Con el tiempo llegó a examinarse en Clásicas que en Oxford se llamaba Honour Moderations, donde sacó un alfa pura (matrícula de honor) en su asignatura favorita: Filología Comparada, donde sigue siendo una autoridad en esta disciplina. Se trasladó al Oxford English School, de exigente nivel académico, donde prosiguió sus estudios lingüísticos. Se familiarizó aquí con las sagas del noruego antiguo y la mitología islandesa, que también le sirvieron de inspiración para la creación de su propia mitología, aunque por ser la suya propia, con claro trasfondo cristiano. Los gustos literarios de Tolkien terminaban con Geoffrey Chaucer (s. XIV), pues siempre prefirió el tono heroico y arcaico del lenguaje en que estaban escritas las primeras obras de la literatura europea. Al ir de vacaciones de verano a Cornualles, Tolkien quedó impresionado por la inmensidad del mar, los arrecifes y las montañas.
Todos estos bellos paisajes, junto con sus imborrables recuerdos rurales de Sarehole, y también los aborrecibles recuerdos de la industria de Birmingham, le inspirarían para crear su propio mundo mítico y sus historias. Empezó a escribir versos, prosa y poemas. Estos comienzos fueron el origen de sus grandes obras literarias. Eduardo Segura, en su libro, J.R.R. Tolkien, el mago de las palabras, así lo describe: “En 1915, [ya en plena I Guerra Mundial] ya había desarrollado una lengua inspirada en el finés, e incluso había redactado poemas en ella. Comenzó a plantearse la necesidad de crear un conjunto de historias, conectadas unas con otras, que hiciesen creíble ese idioma. Siempre trabajaba como un filólogo; es decir: hacia atrás, tratando de averiguar cómo habían sido las palabras en el pasado, y cuál era el argumento que las unía y hacía coherentes a través de la historia”. Al fin llegó el tiempo para casarse con el único amor de su vida, que felizmente tuvo lugar en la parroquia de Warwick el 22 de marzo de 1916. Pero Edith había sido una devota anglicana y eso era un obstáculo a superar, ya que Tolkien consideraba que la Reforma protestante, con su falta de coherencia y seriedad, había ridiculizado el cristianismo. Edith estaba indecisa con respecto a convertirse al catolicismo, pero al final se mostró favorable, aunque tardó su tiempo. Y al igual que pasó a la madre de Tolkien, también tuvo que sufrir disgustos por la incomprensión de este paso importante. Tolkien intentaba consolarla diciéndole que su madre había sido perseguida por vivir en la verdad, al igual que él, así que ella también lo sería. Los dos tenían una personalidad fuerte por lo que habrían de discutir con frecuencia acerca de cosas importantes, pero también aprendieron que el perdón mutuo era fruto de su amor. Muy poco después de casarse, Tolkien tuvo que cumplir con su deber patriótico de servir en el ejército británico, destinado al frente francés: a Flandes y a defender el río Somme.
La Gran Guerra, una de las más crueles en la historia, supuso una enorme convulsión del mundo de entonces. Un párrafo lúcido del ya citado Eduardo Segura resume muy certeramente la imborrable influencia de esta guerra en Tolkien, y por analogía, en los acontecimientos en El Señor de los Anillos: “Es muy difícil explicar la impresión que una experiencia como la guerra… deja en el alma de cualquier persona… Tolkien era, además, un hombre muy sensible. Los horrores que vivió en las trincheras se imprimieron para siempre en su memoria. Pero no se convirtió en un irónico pesimista, ni en un cínico, y menos aún en un ser melancólico, como ocurrió con muchos de los supervivientes de aquel infierno. Tolkien no sobrevivió solamente la guerra, sino también el odio y la desesperación. En 1918, la vida, una vez más, seguiría su curso; y no habría lugar para la renuncia a seguir caminando, aun en medio del dolor y la pérdida”. De enormes bajas, tanto de ingleses y franceses como los enemigos alemanes, y de sus amigos de niñez, Tolkien perdió a todos menos uno en Flandes. Los oficiales no agradaban especialmente a Tolkien, que prefirió estar con los soldados de-a-pie y los suboficiales. A éstos los veía como hombres particularmente leales, que hacían lo que debían porque consideraban que era su deber, no porque les gustase hacerlo. De estos hombres corrientes pero valientes, Tolkien aprendió mucho y se inspiró en ellos para forjar el carácter de los medianos hobbits: una gente que amaba el campo, apacible, sencilla, de escasa imaginación pero de mucho corazón, sentido común, valor y lealtad inquebrantable a la hora de la prueba. Tolkien escribió acerca de uno de los personajes clave de El Señor de los Anillos: “Mi Sam Gamyi es en realidad un reflejo del soldado inglés, de los asistentes y soldados rasos que conocí en la guerra de 1914, y que me parecieron tan superiores a mí mismo”.
De sus recuerdos de pesadilla de la guerra, vemos claros indicios en la descripción de Mordor, la tierra del Señor Oscuro: las ciénagas de los muertos que Frodo, Sam y Gollum atraviesan al acercarse a las montañas ominosas del país de la Sombra, la tierra arrasada, quemada, los árboles mutilados y retorcidos, los rostros horribles de los cadáveres… son ecos del aire irrespirable de las trincheras de Flandes, llenas de cadáveres de jóvenes cuyos ojos inertes miraban al vacío. Tolkien cayó enfermo con la temible “fiebre de las trincheras”, por lo que fue evacuado en un barco hospital a Inglaterra. Cuando en noviembre de 1918 terminó “la guerra que había de acabar con las guerras,” al regresar Tolkien a Oxford, encontró que sólo unas 300 personas, de los 3000 residentes de la ciudad universitaria, habían sobrevivido a la Gran Guerra. Pero el camino de la vida, como todas las grandes historias, sigue y sigue. Tolkien llegó a trabajar como “lector” de lengua inglesa en la Universidad de Leeds. Al matrimonio le fueron naciendo sucesivamente los cuatro hijos. Como buen padre, Tolkien dedicaba mucho tiempo a su esposa y a sus hijos, con quienes se mostró ser cariñoso. Como él era un profesor e investigador de gran capacidad, la Universidad de Leeds le nombró profesor de lengua inglesa en 1924.
Y en 1925, llegó la oportunidad de incorporarse a la plaza vacante de profesor de anglosajón en la prestigiosa Universidad de Oxford. Como era el más joven de los aspirantes, y por tanto, con menos experiencia, y porque era, además, católico, parecía que tenía algunas desventajas, pero su competencia en la materia era incuestionable, y por fin consiguió ese puesto. Con este paso, empezaba la época más estable para Tolkien, como profesor universitario y como buen padre de familia. Preparaba concienzudamente sus clases, ayudaba a sus hijos con sus deberes, hacía los recados que su esposa le pedía cuando iba y venía a la ciudad en bicicleta, se reunía con sus amigos, con profesores y tutores de la Universidad, escribía libros y cartas, y pensaba cada vez más intensamente en su creciente teoría literaria acerca del género de “mito,” o “cuento de hadas” y su capacidad creativa de comunicar la verdad.
En 1926, conoció a Clive Staples Lewis (Jack), que sería un gran amigo personal suyo, pues ambos tenían inteligencias privilegiadas y compartían los mismos intereses literarios e inquietudes espirituales. Tolkien, como católico absolutamente convencido, tuvo que topar con muchas corrientes de opinión en el ambiente universitario, pero él siempre siguió plenamente seguro de la verdad objetiva de la fe que había heredado de los Apóstoles, por medio de los sacrificios de su querida madre y la generosa dedicación del P. Francis. Como muy agudamente comenta Joseph Pearce, en su magnífico libro, Tolkien: Hombre y mito: “Para Tolkien, el catolicismo no era una opinión que uno suscribía, sino una realidad a la que uno se sometía. En pocas palabras y dejando de lado la seudosicología, Tolkien siguió siendo católico por la simple y terminantemente razón de que para él el catolicismo era verdad”. Pues bien, gracias a sus encuentros amigables y con grupos universitarios de debate, en los que los asistentes compartían similares inquietudes intelectuales, literarias y espirituales, se llegó a formar el grupo de amigos Los Inklings, cuya definición en inglés medieval es “noción vaga, intuición, sospecha.” Desde 1933 hasta 1962, se reunieron Tolkien, Lewis, Owen Barfield (abogado de Londres), Hugo Dyson (profesor en Reading y en Oxford), Warnie Lewis (hermano de Jack), R.E. Havard (médico de Oxford que atendía a las familias de Tolkien y Lewis), Charles Williams (editor), y con el tiempo, también Christopher Tolkien. Eran encuentros informales entre amigos con muchas cosas en común: reuniones para conversar, debatir, compartir perspectivas religiosas, cantos, poesía y prosa, que hacía crecer la unión de corazones entre ellos.
Gracias a estos encuentros, y gracias al apostolado directo del propio Tolkien, Lewis con el tiempo pasó de su agnosticismo existencial a abrazar la fe cristiana, aunque no llegó a confesar la fe católica, se mantuvo en el anglicanismo en que había sido educado desde pequeño. Algunos le habían advertido que no se fiara de los papistas y los filólogos, cosa irónicamente curiosa, pues como diría Lewis acerca de su amistad: Tolkien era ambas cosas. Sus conversaciones con Tolkien acerca de la religión y el género literario de mito, como vehículo para reflejar la verdad, fueron los decisivos para su conversión al cristianismo. Al grupo de los Inklings, Lewis dedicó su autobiografía, en la que cuenta la historia de su propia conversión, y escogió como título: Cautivado por la Alegría.
En gran parte, eso de estar “cautivado por la alegría” (expresión feliz donde las hay), se debe a la amistad personal con Tolkien, y también, gracias a El Señor de los Anillos…







Tomado del Blog de Cruzamante