viernes, 16 de julio de 2010

Tesis sobre la simbología de Tolkien



"Elfos, hobbits y dragones: una investigación sobre la simbología de Tolkien"

La obra de Tolkien va más allá de ser la mera narración de cuentos fantásticos (Harry Potter, por ejemplo). En ella encontramos alto contenido metafísico, filosófico y religioso. Tal es así que ahora hace poco más de 10 años, Ricardo Irigaray realizó un profundo estudio de la obra del ilustre escritor británico para la tesis doctoral. El trabajo, que lleva por título Elfos, hobbits y dragones: una investigación sobre la simbología de Tolkien (Buenos Aires, 1999) permite acercarnos a la concepción de Tolkien sobre el cosmos, el hombre y el Creador para constatar la profunda fe del autor de El Hobbit. Irigaray analiza, también, las relaciones entre la literatura tolkiana y diversos misterios fundamentales de la fe cristiana expuestos o comentados por el propio autor. Para los amantes de Tolkien y para los incansables buscadores de nuevos conocimientos es recomendable la lectura de esta tesis presentada en 1996 en la Universidad de Navarra.


PD: Esta Obra puede adquirirse en Libreria Vórtice H. Yrigoyen 1970. Tel: 4952-8383 ventas@vorticelibros.com.ar.

martes, 12 de enero de 2010

Meros pensamientos...

Gigantes dormidos…

Por León Hispano




"Es cierto que el mundo está colmado de muchos peligros,
y que hay en él muchos sitios lóbregos,
pero hay tambien muchas cosas hermosas,
y aunque en todas partes el amor está unido hoy a la aflicción,
no por eso es menos poderoso" (SdlA I)



Me quedó dando vuelta en la cabeza esta frase, que mi padre compartió conmigo mientras hablábamos, una típica tarde de lluvia en la Comarca, él me dijo: - “los católicos somos gigantes dormidos”. El tema que nos tenía allí atentos era la situación de los católicos en el mundo de hoy.

Y en mi intento de buscar imágenes… encontré una que me parece espectacular, la de los Ents… esos árboles dormidos que son atacados ferozmente por un mundo que intenta valerse de ellos para la instauración del reino del progreso indefinido.

Si se me permite, me tomo el atrevimiento de valerme de esa imagen, tan bien lograda por Tolkien en su obra “El Señor de los Anillos” para intentar de arrojar un poco de luz a lo que nos acaece hoy; sin querer por ello agotarla. Creo que eso es una constante en la obra de nuestro amigo. Tomo solo algunos rasgos que se pueden aplicar a nosotros.

En el mundo de hoy, el ejercito del mal crece desmedidamente, destruyendo todo ordenamiento natural… el mal avanza y nosotros seguimos allí, dormidos, sin responder como si nada sucediera. Pero con solo observar un poco, tenemos que darnos cuenta de que no todo anda bien, en el mundo y en la Iglesia. Los enemigos de Dios intentan coparlo todo, tomando por asalto cuanta ciudadela encuentren a su paso.



Hay en nosotros una fuerza inimaginable, una virtud que proviene del mismo Dios, “ya que en Él somos, vivimos y existimos”. Y el mismo Cristo, nuestro Rey y Señor dijo que “el Reino de los Cielos debe padecer violencia”. ¿Entonces a que se debe este temor que nos paraliza? ¿Por que seguimos allí, inmóviles, mientras todo parece venirse abajo? Debemos estar tranquilos y seguros, porque nos fue prometida la Victoria: “Las puertas del infierno no prevalecerán”.

En los ents se reflejan varias realidades:

Por un lado, teniendo en cuenta su oficio, el de Pastores, me es inevitable pensar en la Jerarquía Eclesiástica. Ella está, en su mayoría, anestesiada. El mal barre con los bosques, los árboles más jóvenes, y cuanta flor brota. Un invierno gris toma posecion de los bosques, el mal intenta cubrirlo todo, y los Pastores nos hablan de una “Primavera”. Esas son pamplinas. Queremos pastores santos, valerosos, dispuestos a todo…aun de entregar sus vidas por quienes tienen a su cargo. Por favor, sean realistas, no existe esa primavera. Todo indica un frío invierno en donde la caridad se enfría. Necesitamos Guías seguros, con doctrina firme, conforme a nuestra santa Tradición. Doctrina que sea alimento y luz en medio de la oscuridad, del hambre y sed que hay de Dios.

Por su parte, también estamos allí representado cada uno de nosotros. Como lo dijera SS Pío XII, se ha instaurado “el cansancio de los buenos”. Pareciera que ya no hay motivos por los cuales despertar y librar “el buen combate” paulino. Cristo llegará pronto, no se cuando, pero esta en camino. Debe entonces encontrarnos despiertos, de pie y luchando por la instauración de su Reino, el cual ya esta entre nosotros, en nuestros corazones, pero que debe manifestarse en el mundo. Por lo tanto acudid al llamado del Rey. Tened valor para servirlo.

Cómo no ver también a todo el occidente cristiano, representado allí en esos bosques dormidos. Esa cultura que alguna vez supo dar vida a todo el orbe. Ella debe resurgir, romper con las ataduras de la oscuridad, dando nuevamente vida a este mundo de muerte. Por eso debes despertar, occidente debe resurgir, debe ponerse en pie y ser “luz de las naciones”. Nuestra cultura se equipara con la sabiduría de los entes. Esa cultura debe ser savia que de vida a los nuevos retoños. Savia que transmita, que entregue, que sea Tradición.


Mucho se puede decir y agregar al respecto. Esto es simplemente una idea que vagaba por mi cabeza. Pero recuerden que el retorno del Rey esta cerca y se producirá en cualquier momento. Recuerden también que los ents despertaron y acudieron al combate, en el cual su papel no fue menor. Que Nuestro Señor, en su Segunda Venida nos encuentre de pie, como los colosos Ents, gigantes de los bosques, despiertos y en guardia.



viernes, 8 de enero de 2010

Cartas selectas


Carta 250, A Michael Tolkien

1 de noviembre de 1963
76 Sandfield Road, Headington, Oxford

Mi muy querido M.:
Gracias por escribirme... ¡largo por fin! No creo que hayas heredado de mí el disgusto por escribir cartas, sino la incapacidad de escribir brevemente. La cual significa, de manera inevitable, rara vez en tu vida (y en la mía). Creo que a los dos nos gusta escribir cartas ad familiares; pero estamos obligados a escribir tanto por «negocios», que nos fallan el tiempo y la energía.
Lamento mucho que te sientas deprimido. Espero que en parte esto sea consecuencia de tu dolencia. Pero me temo que constituye sobre todo una aflicción ocupacional y también una enfermedad humana casi universal (en cualquier ocupación) asociada con tu edad .... Recuerdo con bastante claridad la época en que tenía tu edad (en 1935). Había vuelto 10 años antes (todavía inocente y confiado, lleno de las ilusiones de la juventud) a Oxford; me disgustaban ahora los estudiantes y todo su estilo y había empezado realmente a conocer a los catedráticos. Años atrás había rechazado como repugnante cinismo propio de una persona vulgar las palabras de advertencia que me había dicho el viejo Joseph Wright: «¿Qué buscas en Oxford, muchacho?» «Una universidad, un lugar de aprendizaje.» «¡Por el contrario, muchacho, es una fábrica! ¿Y sabes lo que hace? Yo te lo diré. Está haciendo honorarios. Métetelo en la cabeza y empezarás a comprender lo que sucede.»
En 1935, ¡ay!, supe que eso era perfectamente cierto. De cualquier modo, como clave para la conducta de los catedráticos. Perfectamente cierto, pero no toda la verdad. (La parte más grande de la verdad está siempre escondida, en regiones fuera del alcance del cinismo.) Se me aplicaron tácticas obstruccionistas y fui estorbado en mis esfuerzos (como profesor de clase B con sueldo reducido, aunque con deberes de clase A) por el bien de la asignatura y la reforma de la enseñanza, por intereses creados de becas y honorarios. Pero al menos no he sufrido como tú: nunca se me obligó a enseñar nada que no amara (y amo) con inextinguible entusiasmo. (Salvo por un breve tiempo después de mi cambio de Cátedra en 1945: fue espantoso.)
La devoción a la «enseñanza» como tal y sin referencia a la propia reputación es una elevada vocación y en cierto sentido hasta una vocación espiritual; y puesto que es «elevada» inevitablemente es rebajada por falsos hermanos, por hermanos cansados, por el deseo de dinero y por orgullo: la gente que dice «mi asignatura» y no quiere decir con ello la asignatura en la que me encuentro humildemente empeñado, sino la asignatura que yo engalano o he «hecho mía». Ciertamente esta devoción por lo general se degrada y se mancilla en las universidades. Pero aún es-tá allí. Y si se las clausurara con desprecio, desaparecería de la faz de la tierra... hasta que se las reestableciera para corromperse otra vez a su debido tiempo. La mucho más elevada devoción a la religión posiblemente no puede escapar al mismo proceso. Por supuesto, es degradada en cierta medida por todos los «profesionales» (y por todos los cristianos que profesan), y por algunos, en diferentes épocas y lugares, ultrajada; y como el objetivo es más elevado, la desventaja parece (y es) mucho peor. Pero no se puede mantener una tradición de enseñanza o de verdadera ciencia sin escuelas y universidades, y eso significa maestros y catedráticos. Y no se puede mantener una religión sin una iglesia y ministros; y eso significa profesionales: sacerdotes y obispos... y también monjes. El vino precioso debe (en este mundo) tener una botella o algún sustituto aun menos valioso. Por mi parte, he comprobado que me he vuelto menos cínico, no lo contrario, recordando mis pro-pios pecados y locuras; y me doy cuenta de que el corazón de los hombres a menudo no es tan malo como sus actos, y rara vez tan malo como sus palabras. (Especialmente a nuestra edad, edad de escarnio y de cinismo. Estamos más libres de la hipocresía, pues no «cuadra» profesar santidad o sentimientos del todo elevados; pero es una edad de hipocresía invertida como el ampliamente difundido esnobismo de la actualidad: los hombres profesan ser peores de lo que son.)....
Pero tú hablas de «fe debilitada». Ésa es enteramente otra cuestión. En última instancia, la fe es un acto de voluntad, inspirado por el amor. Nuestro amor puede enfriarse y nuestra voluntad deteriorarse por el espectáculo de las deficiencias, la locura, aun los pecados de la Iglesia y sus ministros, pero no creo que alguien que haya tenido fe alguna vez, retroceda más allá de su límite por estos motivos (me-nos que nadie, quien tenga algún conocimiento histórico). El «escándalo» a lo más es una ocasión de tentación, como la indecencia lo es de la lujuria, a la que no hace, sino que la despierta. Resulta conveniente porque tiende a apartar los ojos de nosotros mismos y de nuestros propios defectos para encontrar un chivo expiatorio. Pero el acto de voluntad de la fe no es un momento único de decisión definitiva: es un acto permanente indefinidamente repetido, es decir, un estado que debe prolongarse, de modo que rezamos por la obtención de una «perseverancia definitiva». La tentación de la «incredulidad» (que significa realmente el rechazo de Nuestro Señor y Sus Demandas) está siempre presente dentro de nosotros. Una parte nuestra anhela contar con una excusa para que salga al exterior. Cuanto más fuerte es la tentación interior, más pronta y gravemente nos «escandalizarán» los demás. Creo que soy tan sensible como tú (o cualquier otro cristiano) a los «escándalos», tanto del clero como de los laicos. He sufrido mucho en mi vida por causa de sacerdotes estúpidos, cansados, obnubilados y aun malvados; pero ahora sé lo bastante de mí como para ser consciente de que no debo abandonar la Iglesia (que para mí significaría abandonar la alianza con Nuestro Señor) por ninguno de esos motivos: debería abandonarla porque no creo o ya no creería aun cuando nunca hubiera conocido a nadie de las órdenes que no fuera sabio y santo a la vez. Negaría el Santísimo Sacramento, es decir: llamaría a Dios un fraude en su propia cara. Si Él fuera un fraude y los Evangelios, fraudulentos, es decir, episodios seleccionados con mala intención de un loco megalómano (que es la única alternativa), en ese caso, por supuesto, el espectáculo exhibido por la Iglesia (en el sentido del clero) en la historia y en la actualidad es una simple prueba de un fraude gigantes-co. Pero si no, este espectáculo es, ¡ay!, sólo lo que era de esperar: empezó antes de la primera Pascua y no afecta a la fe en absoluto, excepto en cuanto podemos y debemos estar muy apenados. Pero deberíamos apenarnos por Nuestro Señor, identificándonos con los escandalizadores, no los santos, sin clamar que no pode-mos «tolerar» a Judas Iscariote, o aun al absurdo y cobarde Simón Pedro o a las tontas mujeres como la madre de Santiago, que trató de poner a sus hijos por delante. Exige una fantástica voluntad de incredulidad suponer que Jesús nunca realmente «tuvo lugar» y más todavía para suponer que nunca dijo las cosas que de Él se han registrado, tan incapaz fue nadie en el mundo de aquella época de «inven-tarlas»: tales como «ante Abraham vine para ser Yo soy» (Juan, VIII); «El que me ha visto, ha visto al Padre» (Juan, IX), o la promulgación del Santísimo Sacramento en Juan, V: «El que ha comido mi carne y bebido mi sangre tiene vida eterna». Por tanto, o bien debemos creer en El y en lo que dijo y atenernos a las consecuencias, o rechazarlo y atenernos a las consecuencias. Me es difícil creer que nadie que haya tomado la Comunión, aun una vez, cuando menos con la intención correcta, pueda nunca volver a rechazarlo sin grave culpa. (Sin embargo, sólo Él conoce cada una de las almas singulares y sus circunstancias.) La única cura para el debilitamiento de la fe es la Comunión. Aunque siempre es Él Mismo, perfecto y completo e inviolable, el Santísimo Sacramento no opera del todo y de una vez en ninguno de nosotros. Como el acto de Fe, debe ser continuo y acrecentarse por el ejercicio. La frecuencia tiene los más altos efectos. Siete veces a la semana resulta más nutritivo que siete veces con intervalos. También puedo recomendar esto como ejercicio (demasiado fácil es, ¡ay!, encontrar oportu-nidad para ello): toma la comunión en circunstancias que resulten adversas a tu gusto. Elige a un sacerdote gangoso o charlatán o a un fraile orgulloso y vulgar; y una iglesia llena de los burgueses habituales, niños de mal comportamiento -de los que claman ser producto de las escuelas católicas, que en el momento de abrirse el tabernáculo, se sientan y bostezan-, jovencitos sucios y con el cuello de la camisa abierto, mujeres de pantalones con los cabellos a la vez descuidados y descubiertos. Ve a tomar la comunión con ellos (y reza por ellos). Será lo mismo (o aun me-jor) que una misa dicha hermosamente por un hombre visiblemente virtuoso, y compartida por unas pocas personas devotas y decorosas. (No pudo haber sido peor que la confusión suscitada por la alimentación de los Cinco Mil, después de la cual [Nuestro] Señor expuso la alimentación que estaba por venir.) A mí me convence el derecho de Pedro, y mirando el mundo a nuestro alrededor no parece haber muchas dudas (si el Cristianismo es verdad) acerca de cuál sea la Verdadera Iglesia, el templo del Espíritu, agónico pero vivo, corrupto pero sa-grado, autorreformado y reestablecido. Pero para mí esa Iglesia de la cual el Papa es la cabeza reconocida sobre la tierra tiene como principal reclamo que es la que siempre ha defendido (y defiende todavía) el Santísimo Sacramento, lo ha venera-do en grado sumo y lo ha puesto (como Cristo evidentemente lo quiso) en primer lugar. Lo último que encomendó a san Pedro fue «Alimenta a mis ovejas», y como Sus palabras deben siempre entenderse literalmente, supongo que se refieren en primer término al Pan de la Vida. Fue en contra de esto que se lanzó la revolución del Oeste de Europa (o Reforma) -«la blasfema fábula de la Misa»- y la oposición entre las obras y la fe, un mero falso indicio. Supongo que la más grande reforma de nuestro tiempo fue la llevada a cabo por san Pío X: sobrepasó cualquier cosa, por necesaria que fuese, que el Concilio lograse. Me pregunto en qué estado se encontraría la Iglesia si no hubiera sido por ella.
¡Vaya disquisición tan alarmante y digresiva! ¡No pretende ser un sermón! No me cabe duda de que tú sabes todo eso y aún más. Soy un hombre ignorante, pero también solitario. Y aprovecho la oportunidad de hablar, que, estoy seguro, no aprovecharía nunca de manera oral. Pero, por supuesto, vivo preocupado por mis hijos: que en este mundo duro, cruel y burlón en el que sobrevivo, deben sufrir más ataques que los que yo he sufrido. Pero soy uno que ha salido de Egipto y ruego a Dios para que ninguno de los de mi simiente tenga nunca que volver allí. He sido testigo (comprendiendo a medias) de los heroicos sufrimientos y la muerte temprana en la extrema pobreza de mi madre, que fue la que me introdujo en la Iglesia; y recibí la asombrosa caridad de Francis Morgan. Pero me enamoré del Santísimo Sacramento desde un principio, y por la misericordia de Dios no he vuelto nunca a caer: pero, ¡ay!, no he vivido a su altura. Os he criado a todos mal y os he hablado muy poco. Por maldad y por pereza casi he dejado de practicar mi religión, especialmente en Leeds, y en 22 Northmoor Road. No es para mí el Lebrel del Cielo, sino la incesante llamada silenciosa del Tabernáculo, y la sensación de un hambre mortal. Lamento esos días con amargura (y sufro por ellos con toda la paciencia que se me concede); sobre todo porque fracasé como padre. Ahora rezo por vosotros todos, sin descanso, para que el Curador [Healer] (el Hælend como el Salvador era por lo general llamado en inglés antiguo) corrija mis defectos y ninguno de vosotros deje nunca de exclamar: Benedictas qui venit in nomine Domini.
(...)


La carta no esta completa, es solo un fragmento.